Eterno prisionero de su reflexión olvidó su nombre para poder recordar su nombre real, encontró sus vísceras invitándole a acurrucarse en la escena de la ausencia de tiempo entre un espacio limitado y un asiento vacío con su nombre, era él, el Director. La representación de su soledad era la única certeza, olvidó su nombre, tosía. Aquél columpio aún bailaba con la nostalgia encendida de una llamarada que se llevo consigo las memorias, una arena triste se situaba bajo los ojos acogiendo las lágrimas entre sus brazos, una pasión desenfrenada le empujó hacia el precipicio, se miró en el abismo, era su sombra la que permanecía entera, su ser se desfragmentaba en rayos. Se recordaba enteramente finito, víctima de su propia reflexión. El eterno retorno se repetía a si mismo como la diferencia de su presencia anterior.
Derrida escribía sobre la DIFFERÁNCE, la palabra que no existía, que era diferente a la diferencia pero que se pronunciaba igual, el mismo eco de lo otro...
Sin ruido, el mismo otro despertaba...
Y entonces me diluí en la pesadilla de Orfeo, porque no me conforme con tan sólo transformarla en piedra sino la vi y la volví a ver, me repetí en mi error, en mi desgracia, y sólo ahí he vuelto a ser, ahora muerto tan sólo recuerdo mi firma en el cielo, entre las líneas invisibles de mi constelación, ese indicio de maldad mía que hizo de su belleza la escultura de una escultura. Me daban mis ojos tanta pena, era como escupirme al rostro mi maldita bondad.
Me desperté...