lunes, mayo 25, 2009

Lavandería.


Cerca de las cuatro de la tarde.
En el mismo lugar de siempre...
con los futuros por realizar dentro del hueso de la cabeza.

Cada uno de mis movimientos era simple, preciso y compacto, ésto, porque me sentía observado, por mis ojos me sabía observado. Los recorridos de un puesto a otro cuidadosamente, omitiendo el ruido de los zapatos; para colocar el jabón, sólo una mirada sobre el hombro, para asegurarse, luego el suavizante viene con un escalofrío que recorre la espina. Giré de pronto, ahí estaban, todos los ojos mirando. Retiré la atención de su inercia hipnotizante, a salvo de un secuestro centrífugo retomé el cesto, contabilicé de nuevo las prendas, ejercí la práctica con dominio pero mi voluntad se fracturaba en un pozo de angustiosa impotencia. Los ojos siempre están mirando, temía. Percibía las presencias que recoge un lugar de absoluta monotonía como éste, olía esos cabellos rubios y lacios vibrar a través del rumor de las máquinas humectando el ambiente, escuchaba los murmuros, los rumores, las palabras al silencio que de la boca caen con secrecía dentro del oído, sobre los aparatos descubría el temblor y la agitación de nuestros tiempos, la velocidad de lo inmediato, la impaciencia por la transformación de lo manchado por lo purificado, lo higienizado. Entraba haciendo espirales en la reflexión sobre la sanitización del mundo y yo deseaba poder vivir bebiendo sólo agua de mar con el rostro asomando sobre la arena. La otra noche apuñalaron a una joven a una cuadra de la lavandería, no le robaron nada más que el aliento, ella no sufrió nada más, sólo murió. Pero su presencia no la recuerdo, se esfuma entre las brisas cloradas del almidón humedecido...

He venido a lavar su vestido, me preparo para un funeral.
Y los ojos siempre te ven.

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